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Cómo fue estar preso en El Salvador: “Se subían encima de él como que si era un resorte”

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El día en que fue detenido, Luis se encontraba en unas oficinas gubernamentales de San Salvador, la capital salvadoreña, en espera de obtener su certificado de antecedentes penales. El joven de 23 años lo necesitaba para solicitar trabajo en una central de llamadas, algo que le hubiera dado más oportunidades que el empleo de panadero que ya tenía.

“Lo que yo quería en ese momento era algo mejor para mi vida”, explica vía telefónica a The Associated Press Luis, quien prefiere que sólo se utilice su nombre de pila por miedo a ser recapturado.

Cuando llegó su turno, la encargada de los trámites ojeó sus papeles y le dijo que un agente de la Policía Nacional Civil lo revisaría porque tenía un delito. Luis se quedó pasmado. Pero negar la acusación una y otra vez fue inútil, recuerda, porque “para ese entonces no había derechos para las personas”.

Fue detenido a finales de abril de 2022. Un mes antes, el gobierno del presidente Nayib Bukele había decretado un régimen de excepción para aniquilar a las pandillas Mara Salvatrucha (MS-13) y las dos facciones del Barrio 18, Sureños y Revolucionarios que suspende derechos fundamentales como el de tener acceso a un abogado o el de ser informado de los motivos de una detención.

Luis fue acusado del delito de pertenecer a agrupación ilícita y en menos de 24 horas estaba encerrado en el penal La Esperanza, conocido como Mariona, el más grande de San Salvador.

Durante los once meses en que perdió su libertad, Luis tuvo en repetidas ocasiones miedo a morir. También desarrolló diabetes y encontró en la fe un pilar para mantenerse firme y no caer en pensamientos suicidas.

Con es régimen de excepción, vigente aún después de más de un año y medio, han sido encarceladas más de 72.000 personas, según cifras oficiales.

De éstas, más de 7.000 han sido liberadas después porque nunca pudieron presentar pruebas contra ellos para ser procesados penalmente, de acuerdo con lo que informó el ministro de Justicia y Seguridad, Gustavo Villatoro, en agosto.

Luis es una de esas personas.

“Nada más llegamos al parqueo del centro penal de Mariona y estaban los custodios”, recuerda.

Descalzo y en ropa interior empezó a caminar en medio de una doble fila de agentes penitenciarios que empuñaban porras. La primera descarga de golpes no tardó en llegar. Y los porrazos se repitieron después de salir del cuarto en donde a los nuevos presos les afeitan la cabeza.

“Sube perro”, recuerda que les gritaban los custodios para mandarlos hacia las celdas. “Sube perro, que ustedes son unos bastardos, ustedes tienen que morir. ¡Fuego les vamos a echar!”.

En la celda, Luis se desplomó y ahí quedó tirado hasta que otro chico se le acercó y le preguntó si estaba vivo. “Yo no me había fijado que en el suelo había un charco de sangre que era mi propia sangre, que yo había derramado por todas las heridas que yo llevaba en la espalda y en la cabeza”, dice.

También dice que ya no quisiera acordarse de todos los abusos que vivió en el encierro, pero que agradece poder hablar de eso ahora. No todas las personas detenidas en el régimen de excepción lograron sobrevivir a la cárcel.

De acuerdo con el informe “Un año bajo el régimen de excepción: una medida permanente de represión y de violaciones a los derechos humanos”, realizado por la organización salvadoreña de derechos humanos Cristosal, 153 personas —149 hombres y cuatro mujeres— han fallecido bajo custodia estatal durante los primeros doce meses de vigencia de esa medida.

Ninguna de ellas había sido declarada culpable del delito imputado. Todas vivían en condiciones de pobreza o en zonas controladas por las pandillas.

“Hay registros del Instituto de Medicina Legal en los que se establece que la causa de la muerte fue estrangulación, ahorcamiento, golpes en el estómago, en la cabeza… Es decir que son muertes violentas”, afirma en llamada con AP Zaira Navas, jefa jurídica y de Estado de derecho y seguridad de Cristosal.

La Fiscalía General de la República de El Salvador declaró públicamente a mediados de junio que había archivado 142 casos de muertes en los penales por no constituir delito por parte de los agentes penitenciarios.

El Ministerio de Justicia y Seguridad Pública no respondió de manera inmediata un pedido de comentarios de The Associated Press acerca del tratamiento que esta dependencia le está dando a los casos de muertes en penales.

“Cuando el Estado toma la decisión de hacer capturas masivas sin investigación previa, sin llevar a un juez independiente e imparcial y dictando medidas de detención de manera generalizada, asume la tutela de todas las personas que ha detenido”, recalca la también exinspectora general de la Policía Nacional Civil.

Desde su celda del penal de Mariona, Pedro vio muchas veces cómo los custodios agarraban a algún preso y le pegaban. Aún recuerda sus gritos.

“Se subían encima de él como que si era un resorte, tres custodios se subían encima de su cuerpo a terminarle sus huesos; imagino que se los quebraban porque quedaban inconscientes. Al rato decían que habían sido asesinados por los custodios”, cuenta vía telefónica a la AP el hombre de 39 años que prefiere que no se use su nombre completo por temor a represalias por parte de la policía.

Originario del departamento de San Salvador, Pedro fue detenido en julio de 2022 a unas cuadras de su casa. Había salido a comprar pastelitos para el refrigerio de la tarde. Llevaba pocos días en su tierra natal, donde había regresado par renovar su pasaporte.

Años atrás, Pedro huyó a México porque miembros de una pandilla habían atentado contra su vida. Allí consiguió una visa humanitaria y con el pasar de los años, cuando su hija nació, le otorgaron una visa de residente permanente.

Al igual que Luis —sin investigación previa y sin pruebas—, Pedro fue acusado del delito de agrupaciones ilícitas. Quedó encarcelado siete meses.

No sirvió de nada que le hablara a los policías de sus documentos mexicanos y de por qué había vuelto a El Salvador. Es más, los agentes le confiscaron su visa de residente permanente en México y, hasta la fecha, Pedro no ha podido obtenerla de regreso.

Ambos exreos reportan que los agentes penitenciarios golpeaban y echaban gas lacrimógeno a los internos, que la atención médica era prácticamente inexistente y que el hambre imperaba a diario.

Los custodios y los reos en fase de confianza, los llamados “logísticos”, se quedaban con los productos más codiciados —como el azúcar y la pomada para curar las infecciones de la piel— de los paquetes alimenticios y de higiene que les enviaban sus familiares, según relatan.

Los dos confirman que fueron mezclados en las mismas celdas con pandilleros. Dicen que permanecían hacinados hasta 300 o más presos, que tenían que compartir tan solo dos baños.

The Associated Press visitó en octubre el Centro de Confinamiento del Terrorismo y, de lo que fue posible observar, en esa nueva megacárcel todo estaba limpio y los presos recibían atención médica. Solo un reo tuvo permiso de hablar con la prensa.

Pero en periodo de reclusión, Luis recuerda que había reos que dormían en el suelo de los baños. Por la suciedad crónica, eran los que más se enfermaban.

Pedro cuenta que había una pila con agua estancada y caliente que exhalaba un olor rancio. Esa agua se usaba para echarla a los inodoros pero también para beber.

“Me dio un montón de enfermedades, de hongos, picazón en el cuerpo, pudriciones, escabiosis (sarna humana), diviesos en la cabeza: unas pelotas bien terribles que sudaban sangre”, relata.

A Luis, los hongos le invadieron las plantas de los pies. En la clínica del penal el doctor se burló de él —“¿No puedes aguantar? ¡Si eso no es nada!”— y lo despachó con una tableta de acetaminofén. A los días, casi incapaz de caminar, empezó a curarse como pudo —con su propia orina— hasta que lo volvieron a atender en la clínica.

Meses después, aún en prisión, le diagnosticaron prediabetes y luego diabetes. Luis, hipertenso desde antes de su detención, cree que la diabetes se le terminó de desarrollar por las tensiones que vivió en la cárcel: “Fue por esas golpizas, por unas aflicciones casi uno se muere, entonces sí podemos decir que por eso fue”.

La mayoría de aquellas 7.000 personas que, de acuerdo con lo que informó el gobierno salvadoreño, habían sido puestas en libertad hasta agosto, no están totalmente libres: han salido con medidas sustitutivas a la detención provisional y su juicio continúa. Pedro y Luis, por ejemplo, tienen la obligación de presentarse a firmar cada cierto tiempo en el Centro Judicial Isidro Menéndez, en San Salvador.

Ambos conviven con la angustia de ser detenidos otra vez.

Pedro —que asegura haber salido “psicológicamente destruido”— pasó quince días sin poder dormir y sin aventurarse a la calle porque la visión de un policía le infundía pánico y le devolvía el recuerdo de los maltratos de los custodios.

Luis, que solo buscaba mejorar su estatus económico, ahora carga con antecedentes penales graves.

Ha buscado un nuevo empleo y no ha tenido éxito. Eso sí, no se ha quedado sin nada: lo aceptaron de vuelta en la misma panadería en la que estaba antes. Pero le queda claro que su carrera laboral, por el momento, ha quedado manchada por el encarcelamiento.

Pedro no solo ha perdido su empleo de jardinero a destajo en Monterrey, sino que el régimen de excepción lo desterró de su sueño de seguir con su vida en México, un país del que extraña la comida —las quesadillas, los tacos al pastor— y en donde había encontrado refugio cuando otra violencia lo desplazó de El Salvador.

Después de la detención, trató en vano de reclamar sus documentos mexicanos. Acudió a la ProcuradurREP-GEN EL SALVADOR-PRESOS-RÉGIMENía para la Defensa de los Derechos Humanos y el funcionario que lo atendió le dijo que demandar a un oficial de la policía era como demandar al gobierno. “Piénselo”, le dijo. Lo tomó casi como una advertencia.

“Me siento desesperado porque han violado mis derechos migratorios”, reflexiona Pedro, que ahora se las arregla como vendedor informal. Necesita saldar las deudas contraídas por su familia para pagar los gastos derivados de su estancia en la cárcel, como los paquetes con artículos de primera necesidad, por ejemplo, que a veces ascendían hasta los 75 dólares cada uno.

Durante una audiencia virtual con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que se realizó en julio, el comisionado presidencial para los Derechos Humanos y Libertad de Expresión, Andrés Guzmán, negó que en el país exista tortura o violación de la libertad de expresión.

Por su lado, el fiscal general, Rodolfo Delgado, dijo que su oficina no ha recibido denuncias de torturas o tratos degradantes contra ciudadanos salvadoreños.

A Luis le encanta jugar fútbol. Pero hace mucho dejó de hacerlo. Desde que está libre ya no va a la cancha ni al estadio. Tampoco sale a disfrutar con sus amigos de toda la vida. Es más, tras su detención muchos de ellos dejaron de hablarle. Él también tomó distancias.

Su inocencia o la de ellos no importa. Luis dice que se siente raro, pero que los entiende. “Por alguien te puede pasar algo”, dice, repitiendo la fórmula de un miedo que se ha generalizado en El Salvador.

“Pongo en una balanza mi libertad o ir a la cancha y saber que en la cancha siempre pasa algún problema y me pueden llevar detenido… Entonces mejor prefiero estar en la casa”, reflexiona. “Mejor hasta aquí y ya no más. No quiero volver a sufrir lo que yo sufrí”.

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