Si se mira con mínima atención, la curva del contagio parece un puente. No es un retorno. Tampoco una torre. El puente, cualquier puente, señala un paso de un lado hacia otro que combina la verticalidad con cierta horizontal, lo sólido de su estructura –roca, acero– con el fluir bajo él –un río, un acantilado–. Si la entrada simbólica a nuestro siglo fue el derrumbe de dos torres dedicadas a hacer dinero del dinero, las reales fueron el inicio del fin del modelo neoliberal en 2008, cuando millones se quedaron sin casas, y la pandemia viral de estos días. Pero, ¿qué dos lugares enlaza este puente?
El filósofo Jacques Rancière escribió hace unos años (El desacuerdo, 1996) sobre la diferencia entre la voz humana, el grito y el llanto, por ejemplo, y la palabra, que siempre es social. Una, la fonética, sería nuestra expresión de lo útil, de lo necesario, de lo urgente. La otra, la palabra comunitaria, sería la expresión de lo justo. Entre ambas, lo útil y lo justo, se han movido todas las naciones con la pandemia. No podría ser de otra forma, porque el puente entre una y otra es la política, como Rancière la califica: “el litigio”. La política es ese lugar, ese espacio de conexión o desconexión entre las necesidades urgentes de todos y el que las separa para construir una palabra, un sentido. En nombre de la palabra, la política acalla y encauza el vocerío del sufrimiento. Por eso la política es una forma de repartir la crueldad o, más exactamente, el litigio para definir ese reparto.