Los datos de los ciudadanos no son propiedad del Estado y cuando una persona acude a tramitar su credencial para votar, su información es sólo para ese fin.
A estas alturas, es imposible desaparecer del entorno digital. Si hemos abierto un perfil en alguna red social, utilizado una plataforma de compras o incluso registrado en un portal de noticias, damos autorización a la perpetuidad tecnológica.
Nada borrará nuestra presencia. Si damos delete a nuestro perfil en Facebook, por ejemplo, éste se va a una suerte de limbo que le permite ser reactivado si cambiamos de opinión. Vamos, incluso tras nuestra muerte, la opción de permanencia está ahí. Y gracias a esta “inmortalidad” es que los datos personales de cualquier usuario de internet en el mundo se han convertido en un mercado altamente demandado… y peligroso.
Empresas de todo tipo son investigadas por la venta de esta información. Cambridge Analytica es el caso más sonado, pero no el único.
Los datos, son una mina de oro para las marcas que buscan segmentar mejor sus estrategias de marketing.
También para los partidos políticos, los bancos y un casi interminable etcétera. Sólo que el riesgo es tal, que hay casos en los que los datos comercializados incluyen información sensible, como el estatus de la prueba de VIH que sólo tendría que compartirse por decisión de la persona que se realiza este análisis, por nadie más.
Según expertos, los datos de un internauta pueden alcanzar un precio de hasta 20 mil pesos. Un solo usuario.
En el mundo, hay más de cuatro mil 300 millones.
Hagamos cuentas y tendremos el valor de este mercado que no está debidamente regulado.
Apenas este mes entró en vigor una ley que busca marcar precedente en esta región del mundo. Fue promulgada en California y obliga a las compañías a respetar cuatro derechos básicos de los residentes del estado: el de saber el tipo de información que sobre ellos es recopilada, compartida o vendida; a borrar, para tener pleno conocimiento de los procedimientos de eliminación de información de bases de datos; a decidir, para solicitar si lo desean, que ninguna empresa pueda comercializar sus datos; y a no ser discriminados, para no ofertar con base en ninguna cualidad o estatus de los usuarios.
Con estos antecedentes, ¿qué reacción esperar cuando escuchamos a la Secretaría de Gobernación solicitar los datos biométricos que el INE recopila en el padrón electoral? Más aun cuando recordamos que justo esa base de datos también ha circulado en el mercado negro mucho antes de la materialización del mundo digital.
Los datos de los ciudadanos no son propiedad del Estado y cuando una persona acude a tramitar su credencial para votar, da su información sólo para ese fin. Lo que ya se regula en California tendría que ser precedente no sólo para Estados Unidos, sino también para nuestro país.
Si el gobierno de México pretende actualizar el Registro Nacional de Población (Renapo), que lo haga con el consentimiento expreso de cada ciudadano. Que cada uno de los 90 millones de electores le den autorización para recopilar la información.
Si nosotros damos acceso a nuestros datos cada que usamos aplicaciones, redes, juegos o quizzes en línea, es responsabilidad nuestra; pero también es nuestro derecho decidir quién puede acceder a esos detalles de nuestra identidad, no importa si el fin es comercial o a solicitud del Estado.
El INE resguarda hoy esa información de millones de mexicanos y hace bien en afianzar ese cuidado: con mis datos no.