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Inicio Opinion

Civilización y memes

Redacción por Redacción
julio 15, 2020
en Opinion, tiempo fuera
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“Más que un sistema cerrado de reglas arcanas, el lenguaje es el ejercicio diario del poder”. Esta frase de Pierre Bourdieu le niega cualquier inocencia a hablar y escribir en una época como la nuestra en que el lenguaje es víctima y arma. No soy el primero en hacer notar el empobrecimiento del lenguaje público lleno de perversiones del significado, vilipendios, emocionalismo, humillación, eufemismos. Es como si la capacidad de opinar, argumentar, precisar, se hubiera diluido en el imperativo de simplemente reaccionar. Todas las semanas alguien dice que el otro es “Goebbels” o se califica de “comunista” el cobro de impuestos atrasados. Pensar antes de decir o escribir se toma como autocensura y, si una vez emitido el simplismo hepático, resulta que no se obtiene la aprobación unánime, entonces hay censura.

En 1990, tras estudiar la “memización” del lenguaje, el profesor de Yale, Mike Godwin, enuncia una ley: cuando un debate se alarga sin argumentos nuevos está cada vez más próximo a que alguno de los participantes recurra a una comparación con Hitler. La llamada Ley de Godwin describe nuestro lenguaje público que no sólo abusa de la analogía fácil, sino que banaliza el sentido histórico que alguna vez le dio peso a las palabras. Comparar a Auschwitz con el aborto, o a un Partido de Estado basado en la raza con cualquier situación que queremos que los demás perciban como “autoritaria” es vaciar al lenguaje de su contenido histórico y, por supuesto, moral. 

A 73 años de publicada, La lengua del Tercer Reich, del profesor de literatura francesa de los siglos XVII y XVIII Victor Klemperer, sigue conteniendo las claves de cómo el odio y la humillación generan un idioma distinto en el que parece no existir un referente real, ya no digamos una ética compartida. Desde 1933, cuando el nazismo asciende al poder mediante un golpe de Estado –hay que recordarlo, porque una de las analogías fáciles es mentir sobre “la elección de Hitler”–, Klemperer, de origen judío, irá apuntando los nuevos usos de palabras, modismos, eufemismos, mientras su vida en Dresden se va diluyendo con las nuevas reglas en contra de los judíos. El primer elemento que apunta es el cambio del sentido de la palabra “heroísmo”, que deja de significar valentía ante la adversidad, para ser sólo un asunto de fuerza física y uniformes militares. Estar dispuesto a cometer atrocidades se empieza a llamar “ser combativo”. Con toda razón, Klemperer advierte que los verdaderos heroísmos del nazismo se dieron entre sus víctimas, en los campos de concentración, en los ghettos, en el negarse de las mujeres “arias” a dejar al esposo judío (como sucedió con su propia pareja, Eva, a quien dedica el libro), pero las palabras que se usaban para describirlos eran animalizaciones: cucarachas, parásitos, perras. El cambio del sentido compartido de ciertas palabras es el lenguaje del Tercer Reich: “Son escasas las palabras creadas por él, no obstante altera su valor y frecuencia”. Una de ellas, es “fanatismo”, que acaba por definirse como una obligación patriótica de combatir por “la expulsión del arrepentimiento, la conciencia y la moral, venenos de 2 mil años de cristianismo, en nuestra sangre”. El filólogo atestigua las semejanzas entre este hombre-músculo-sin-conciencia, el corredor de carreras de autos, y el que va dentro del tanque en un ataque relámpago. 

Mientras transcurren los meses del primer año del Reich, Klemperer anota en su diario el empobrecimiento del lenguaje público (los judíos tienen prohibido el acceso a bibliotecas y existen miles de libros prohibidos). Goebbels lo centraliza mediante la censura previa de diarios, revistas, libros, obras de teatro y películas. Hitler cada vez habla menos en público, para dar la apariencia de inalcanzable. “No hay diferencias entre lenguaje hablado y escrito”, escribe Klemperer. “Todo es una invocación a la raza, a la sangre y a la defensa”. Surgen otros giros del sentido de las palabras: “pueblo” se refiere casi exclusivamente a la pequeña burguesía, los comerciantes, los dueños del mostrador tras el que despachan, orgullosos de su pasado germánico anterior al Imperio Romano, demostrable en genealogías no contaminadas por otras razas. Como el Tratado de Versalles prohíbe que exista el servicio militar en Alemania, el nazismo le llama “actividades deportivas” o “gimnasia”. A los asesinos de judíos les llama “liquidadores”; al extranjero, sobre todo francés, ruso, y británico, “judío del mundo”. A la represión paramilitar contra comunistas, judíos, gitanos, vagabundos, prostitutas, se le llamó Strafexpedition, “expedición de castigo”. Pero quizás el que revela con mayor profundidad el lenguaje humillante del nazismo es el uso de “montar”, una palabra (aufziehen) que salió del juguete de cuerda y terminó por designar tanto a los “subhombres” como a las organizaciones del partido en “células de empresa”, es decir, en el espionaje de la vida de los otros. Es la idea del hitlerismo como desdén por la humanidad y su confianza plena en el automatismo sin conciencia que se concentra en darle cuerda a un juguete para que desempeñe un papel que no puede conocer. “El judío que escribe en alemán –dice el lema de Goebbels– miente”. 

Por supuesto que este empobrecimiento del lenguaje centralizado, que es posible por la censura previa y que sólo invoca a los espíritus de la raza y clama por la guerra, no es en absoluto comparable con la ruina del sentido que leemos ahora en la “memización” de la cultura, donde todo contenido histórico puede ser tergiversado a favor de ganar, o caricaturizado para descalificarlo. Así, por ejemplo, alguien puede decir, en medio de un debate sobre el racismo en México, que los estudiantes del 68 se manifestaron porque el presidente Díaz Ordaz era “indígena”, o que la estrategia de la Secretaría de Salud contra el coronavirus era portar amuleto, un trébol de cuatro hojas y un billete de dos dólares. Lo que sucede con el “meme” no está tanto en su existencia misma, sino en que se le tome como argumento válido para llenar artificialmente el vacío en el debate público. Al hacerlo, pierde también su sentido original, que es burlarse de algo. Y –no está de más volverlo a explicar– para que algo tenga humor debe existir un sobrentendido de valores, una lectura del doblez de la ironía sobre el mero insulto.  

Como se sabe, el término “meme” proviene de la biología y se refiere a un gen que se replica como imitación y que, al hacerlo, modifica su entorno. En esta idea un tanto estática y entusiasmada por la supervivencia del más apto del darwinismo social, el “meme” sería como unidad informativa “viral”, es decir, se replica sin necesidad de agregarle nada. Pero no funciona así. Además del ubicuo “Gato Gruñón” (2012), uno de los más potentes es justo el del Adolf Hitler del filme La caída, interpretado por Bruno Ganz, regañando a sus oficiales por estar perdiendo. Su contenido depende del enunciado que puede ir de “mi mamá enterándose que perdí el tupper” hasta “Nancy Pelosi después del impeachment”. Hay una versión con un doblaje en español sobre el BOA. El “meme”, por lo tanto, no es un código que se replica, sino algo que puede decodificarse, resignificarse en contra-memes. No es una idea o un concepto, sino una representación de un cierto contexto: si no conoces lo que está sólo implícito, no lo entenderás. Si no sabes quién es Nancy Pelosi o el BOA, ni tampoco compartes la burla sobre su desesperación, no replicarás a Bruno Ganz como Hitler. Por lo tanto, muy lejos del darwinismo del “más fuerte”, el meme es un dispositivo de su propio contexto; una imagen que pervive gracias a que el pie de foto se adapta a un sistema cultural lleno de relaciones, repulsiones y adhesiones compartidas, sobreentendidas.

Por ello, cuando digo que el lenguaje público se ha memizado, no lo digo contra el intercontexto de éstos, sino por la simplificación y empobrecimiento de aquel. Decir o escribir una “unidad de mensaje” pensando que es como el “gen egoísta” que inventaron los darwinistas sociales, equivale a pensar que la simple repetición de lo mismo lo hará realidad. o por lo menos lo convertirá algún día en opinión pública. Así, ningún lenguaje público puede existir. Lo lamentamos por los simplificadores diarios, pero los argumentos y el contexto cultural compartido todavía se necesitan para convencer. Goebbels todavía no es cualquiera.  

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Etiquetas: Fabrizio Mejía

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